domingo, 20 de agosto de 2017

(Escrito en diciembre de 2015, vuelto a leer hoy después del atentado en BCN)



“Mientras que los dioses, cada uno en su momento, salen del templo y se convierten en profanos, vemos por el contrario que cosas humanas y sociales – la patria, la propiedad, el trabajo, la persona humana – entran en él una tras otra.” 
Marcel Mauss, Introducción al análisis de algunos fenómenos religiosos, 1906.


Hace unos años Eric Laurent y Jacques-Alain Miller nos iluminaban, con su El Otro que no existe y sus comités de ética, acerca de lo que podemos situar como el momento en que se inició en Occidente la fase actual de lo que seguimos llamando crisis. Se trataba, en especial desde los años 80, del cuestionamiento o la desaparición, a escala global, de toda una serie de figuras que habían velado lo que Lacan designó como un agujero estructural (“no hay Otro” primero, luego “no hay relación sexual”). Todo indica que estamos ya claramente en una época distinta. De lo que ahora se trata es de efectos de retorno bajo modalidades varias, algunas de ellas brutales. Asistimos a lo que podemos considerar suplencias de ese vacío central – agujero negro en el centro la galaxia de la civilización humana o la cultura, por usar términos de resonancias freudianas.

En efecto, el mundo es un hervidero de fundamentalismos, viejos, nuevos o renovados, francos o disimulados, que aportan su respuesta masiva antes incluso de que se alcance a formular cualquier pregunta. El fundamentalismo del mercado ocupa el lugar de una creencia impensada, la del derecho a gozar, que no es menos fuerte por el hecho de presentarse como una radical increencia. Por otra parte, fundamentalismos nacionalistas y religiosos le responden con no menos radicalidad, explicitando una violencia que en él es sólo implícita. El poder multiplicador de la escena mundial, que permite que una imagen cruenta recorra el mundo en centésimas de segundo, es la caja de resonancia ideal para que la maquinaria se retroalimente.

Estas respuestas se producen, por otra parte, con una inmediatez que elimina el tiempo para comprender y de acuerdo con una espacialidad en la que la lejanía, con sus efectos moderadores, ya no existe. Así, lo más radicalmente extraño no está lejos, sino que es inmediatamente accesible. La aldea global de Marshall McLuhan ha dado a paso a un vecindario global, incluso a un “rellano” global, por aludir a un término que usó Lacan en “Structure des psychoses paranoïaques” (1931), cuando habla de “délire du palier” (rellano) para describir la estructura y dinámica del delirio de interpretación. Las formas de gozar del otro están siempre demasiado presentes, demasiado distintas a veces, demasiado parecidas otras veces – pero siempre, en todo caso, demasiado cerca.
Ahora bien, en estos modos radicales de anulación del sinsentido (Aller Unsinn hebt sich auf!, en palabras de Schreber), la dimensión religiosa adquiere un papel particularmente importante. Entonces, ¿la religión vuelve, o es que de algún modo nunca nos abandonó? Ambas cosas son ciertas. Lacan predijo el retorno de la religión, que sin duda se está verificando, pero esto no le impidió situar en la estructura el origen de toda experiencia religiosa: “como el Otro no existe, no me queda más remedio que tomar la culpa sobre Yo [Je], es decir, creer en aquello a lo que la experiencia nos conduce a todos, y a Freud el primero: al pecado original”.

Esto instala la raíz sacrificial de lo religioso en el corazón de la subjetividad del ser hablante. Luego su célula elemental es tomada a cargo por una diversidad de discursos, en los que los sujetos encontrarán su lugar a partir de sus propias condiciones. No hay en ello el menor privilegio de la psicosis: el delirio del que aquí se trata puede ser ampliamente compartido en lo social, aunque como es lógico cada cual podrá sentirse más o menos llamado a sacrificar a otros o a sacrificarse él mismo en función de la fragilidad específica de su momento subjetivo o de la intensidad de su odio. Aquí el “todo el mundo está loco” que dio título al curso de Jacques-Alain Miller del año 2007/2008 tiene una expresión destacada.

En lo que se refiere a la fragilidad ante el impacto de ciertos discursos, la adolescencia se revela como un momento particularmente sensible. No está de más recordar el efecto del cristianismo naciente sobre adolescentes romanos que, con el mayor desprecio de la muerte, desafiando todas las convenciones sociales, rompían los lazos familiares y respondían con entusiasmo a la llamada del martirio ante la estupefacción general. Algunas de las historias que podemos leer en los diarios en estos días no dejan de recordarnos, extrañamente, destinos trágicos que encontramos reflejados en textos antiguos. Aunque el hecho de que aquellos jóvenes, catecúmenos o fieles recientes, adoraran a un Dios que promovía el amor universal de los hombres ponía el sacrificio exclusivamente de su lado. 

La propaganda de EI no ignora el impacto sobre los jóvenes de un discurso extremo, que no vacila en levantar el velo que normalmente cubre la muerte y la destrucción y que, por otra parte, invita al sujeto a encontrar un lugar heroico asociado a alguna forma de sacrificio, propio, ajeno o ambos combinados. Por este motivo ha desarrollado líneas específicas destinadas a los jóvenes, distinguiendo incluso las modalidades discursivas que pueden llegar mejor a los chicos y las que pueden llegar mejor a las chicas. Todo ello apoyado, por otra parte, en narrativas que tienen muy en cuenta ciertas condiciones de la época, los mensajes que mejor llegan a las nuevas generaciones y las iconografías que tienen más impacto sobre ellas.

Dounia Bouzar, Christophe Caupenne y Sulayman Valsan, en su monografía La métamorphose opérée chez le jeune par les nouveaux discours terroristes, destacan que la propaganda en cuestión adopta temas, formatos e imágenes característicos de ciertos juegos de video como Assassin's Creed, para presentar bajo ciertas convenciones discursivas e icónicas toda una serie de elementos de la historia del Islam que se prestan bien a tal narrativa heroica. Lo cual no resulta difícil, dado que el propio juego se inspira en la historia de la secta de los ashshāshīn, se origina en la época de las cruzadas y tiene como escenarios primordiales Damasco y Jerusalén, donde el héroe-asesino debe obedecer ciegamente las órdenes de su maestro – por supuesto, calificado de santo. Sus misiones, aunque revistan características extremadamente violentas, están destinadas en última instancia a ser instrumentos de la justicia divina. Su violencia, por muy brutal que sea, es presentada como el único remedio ante una violencia considerada mayor y contra la injusticia. 

Por otra parte, el juego pone en acto lo que podríamos considerar una modalidad cronológica de la globalización, con la capacidad del héroe para moverse entre todas las épocas, de tal manera que las diferencias históricas, las barreras temporales, quedan anuladas – en consonancia con el discurso de EI, que interpreta la época actual, sin transición alguna, en los términos de una versión histórica del Islam y en particular de las cruzadas. Así, por ejemplo, en el capítulo del juego llamado “Unity”, que apareció en noviembre del 2014, el jugador puede integrar en esta misma trama la decapitación, de la que puede encargarse él mismo, del rey de Francia. Además, como subrayan Dounia Bouzar et al., el mismo título del juego evoca la noción de “tawhid”, en árabe, que significa “el retorno al principio divino y que no existe nada fuera de Dios”.

Luego las sutilezas del adoctrinamiento sabrán hablar al fantasma de cada cual a través de una serie de personajes diversos (característica propia del juego de rol), en los que rasgos de identificación muy variados están disponibles: honor, venganza, justicia, libertad, son algunos de los significantes que orientan estas identificaciones, encarnadas en personajes extraídos de una historia del Islam adaptada a las necesidades presentes. Y, last but not least, cabrá encontrar el encaje específico de chicos y chicas, respectivamente, en papeles que les hablan más a ellos y papeles que les hablan más a ellas. Con respecto a estos últimos, su variedad se inscribe bajo la enseña común de hacer existir a La mujer, algo que para las adolescentes puede llegar a ser particularmente atrayente en una época en que la construcción del género, tan lábil como obsesivamente omnipresente y masificada, tiene dificultades para alojar la pregunta de cada una por su forma de goce singular. 

Por otra parte, el origen del conjunto de los jóvenes que han respondido de algún modo a esta clase de llamada, en particular para emigrar a Siria, ya sea como combatientes o como esposas de combatientes, es muy diverso. Sin duda, algunos de ellos, aunque no la mayoría, son de origen musulmán, pero muy a menudo se demuestra que no han manifestado una religiosidad particular en la mayor parte de su trayectoria vital previa a lo que refieren como una conversión. 
Entre los implicados en actos más violentos o de terrorismo, los hay que han tenido vidas particularmente extraviadas en las que han incurrido en cosas que, para el discurso religioso al que luego se convertirán con particular virulencia, constituyen pecados, por los que algo o alguien tendrá que pagar. Lo cual da a sus actos posteriores, lo sepan ellos o no, un aspecto de expiación. Podemos preguntarnos si en ocasiones esa forma de inmolación en la que el asesinato del otro coincide con el suicidio se presenta, al final de un recorrido de radicalización, como la única salida: Aufhebung desesperada en la que se trata de restituir un sentido último antes de la desaparición, devolviendo así un valor, en un instante destinado a hacerse eterno, a una vida que lo habría perdido sin remedio. En este punto, la reunión del asesinato con el suicidio aumentaría la eficacia del sacrificio y atribuiría una forma paradójica de legitimidad a la más cruda expresión del odio contra sí y contra los demás.
La versión más violenta del discurso de EI tiene un impacto particular en musulmanes jóvenes que, por su vida en Occidente, han participado de formas de gozar (de la vida) por las ahora deben responder ante un tribunal religioso global. Este último, poniéndolos entre la espada y la pared, les hará pagar por ello, haciendo de su autoinmolación, además de una forma cínicamente velada de ajusticiamiento, una muerte útil para su causa.

Con todo, no hay que olvidar que la mayoría de jóvenes conversos atraídos por la propaganda,  destinados en buena parte a ser pura y simple carne de cañón o esposas en serie de guerreros sucesivos, provienen de familias muy diversas, algunas de ellas cristianas, también en algún caso judías, pero mayoritariamente agnósticas o ateas. Y que la conversión de sus hijos jóvenes adquiere a veces el matiz de una denuncia contra los padres por una vida demasiado secularizada o no lo bastante consecuente con los preceptos religiosos inscritos en una genealogía.

La pregunta que podemos hacernos entonces, más allá de las respuestas que los distintos países de Occidente buscan, por el momento a ciegas, entre las fórmulas policiales y las fórmulas bélicas, es: ¿cómo hablar de otro modo a estos jóvenes a los que EI habla? Algo del destino de no pocos de ellos se juega en internet, en las escuelas, en las calles, no en las mezquitas. Sería bueno que cada uno que se encuentre en la posibilidad de hacerlo les hable y sepa escuchar sus respuestas, que no siempre serán cómodas ni correctas.

lunes, 19 de octubre de 2015

Lo Común, la masa y el individualismo (II)


Seguimos abriendo líneas de comentario y debate a raíz de la presentación del libro de Dardot y Laval, Común: ensayo sobre la revolución en el siglo XXI (Instituto Francés de Barcelona, calle Moià,  lunes 19 de octubre a las 19 horas

Dardot y Laval, como decíamos en la entrada anterior de este blog, plantean una genealogía del término “común”, cuyas raíces son ya venerables a pesar de que su uso actual – que ellos califican de “estratégico” – se remonta a las luchas de las dos últimas décadas contra la extensión del régimen neoliberal y sus procedimientos invasivos. Frente a estos procedimientos, que tienden a englobar todos los aspectos de la vida humana, individual y colectiva, en una lógica de mercado, está en juego la posibilidad, incluso del deber, de definir y defender todo un ámbito que debería ser protegido, en algunos casos rescatado, de la lógica destructiva de un sistema que ha demostrado claramente ser incapaz de autorregularse – en contra de lo sostenido por sus entusiastas propagandistas – y que tiene, por lo tanto, efectos destructivos entre los cuales se destaca un aumento creciente de la desigualdad.

Por otra parte, en el uso actual del término común está en juego, en palabras de los autores, la decisión de “volver la espalda definitivamente al comunismo estatal” (1), teniendo en cuenta los fracasos que esta forma de gobierno cosechó y considerando que estos no fueron debidos tan solo a condiciones históricas particulares, sino a cuestiones de planteamiento. De este modo, lo común no es en absoluto una forma de relanzar un proyecto comunista estatal, sino de optar por su superación, reconociendo que sus desviaciones autoritarias no fueron un mero accidente.


Común sin comunismo entonces. Pero ahí empiezan las dificultades para encontrar un fundamento político a una noción de comunidad que ya no puede recurrir a la noción del proletariado como clase capaz de protagonizar la superación del sistema capitalista. Es aquí donde Dardot y Laval hacen una gran aportación al llevar a cabo un estudio exhaustivo de los presupuestos teóricos, a veces explícitos pero muchas más veces implícitos, del uso del término "común" en distintos proyectos políticos, a menudo en contextos de luchas altermundistas o ecologistas.

Concluyen entonces que muy frecuentemente, en las propuestas en cuestión, lo común se justifica por la existencia de una serie de objetos del mundo que, por su propia naturaleza, exigirían ser considerados comunes (por ejemplo, el agua, etc.). Y ponen de relieve las contradicciones a las que conduce este tipo de premisa esencialista, incapaz de responder a los argumentos de eficacia esgrimidos por los partidarios de las soluciones neoliberales.

Por otra parte, critican también el uso de otro tipo de argumentaciones – a veces en combinación con las anteriores – en términos de un sujeto de lo común pensado en una perspectiva universalista, como si se pudieran definir como evidentes los intereses compartidos por la humanidad como tal. Así, lo común se justificaría por la comunidad humana misma. Pero, como ellos mismos señalan, este tipo de proclamas universalistas no tienen ninguna aplicación en una época en que la globalización económica es la única forma de universalidad que se sostiene relativamente, mientras que en otro nivel se produce, a modo de reacción, un aumento progresivo de particularismos culturales, nacionales y religiosos.

En resumen: ni hay un objeto de lo común previamente definido como tal, ni un sujeto de lo común que se imponga. No es posible, por tanto, recurrir a definiciones no problemáticas de la clase de cosas que se deberían salvar de la lógica del mercado, tampoco a abstracciones como “pueblo”, “nación” o “comunidad” a modo de entidades que se pudieran postular a priori como agentes de una política de lo común.

¿Y entonces?

De la subjetividad neoliberal a la subjetividad de lo común

Pero esto, que podría parecer un callejón sin salida, es lo que hace más interesante el análisis de Dardot y Laval. Para entender bien de qué se trata, conviene remontarse a su anterior trabajo, La nueva razón del mundo: ensayo sobre la sociedad neoliberal (Gedisa 2013). Allí muestran que el neoliberalismo es una construcción compleja, uno de cuyos puntos fundamentales consiste, por un lado, en la producción activa de una forma de subjetividad; y por otro lado, en la justificación de la propiedad privada entendida como derecho fundamental inalienable y base de todo el edificio social. Es esta definición del sujeto social y de su objeto la que permite la progresiva sustitución de las leyes por contratos privados, que dan por supuesta la igualdad entre las partes, y la reducción de toda regulación a las leyes del mercado y la competencia generalizada.

¿De dónde parte el sujeto que está en juego en el liberalismo y luego con más fuerza aún en el neoliberalismo? Dardot y Laval, buenos conocedores de Bentham (2), sitúan su origen en buena medida en el utilitarismo, proyecto político y jurídico (lo uno no va sin lo otro) que en un principio tuvo una orientación antiautoritaria, incluso progresista. Pero que, en todo caso, representó una verdadera bifurcación respecto de las tendencias universalistas que en su misma época defendieron los teóricos de la Revolución Francesa.


En efecto, para Bentham, las leyes son ficciones, cuya finalidad es regular en lo social el acceso de los individuos a aquello que satisface sus deseos individuales proporcionándoles un placer que es medible, incluso cuantificable, y alejarlos en lo posible de su contrario, el dolor. La mayor felicidad para el mayor número es el principio, supuestamente, de una buena acción política.

Ahora bien el problema es que esto supone una sociedad construida sistemáticamente a partir de un individualismo consagrado y legitimado, y supone igualmente que la medición de la satisfacción de los deseos individuales se puede llevar a cabo en términos puramente económicos, incluso monetarios. Las reglas morales son denunciadas como falacias y la avaricia (usury) legitimada como expresión de un deseo de satisfacción que se justifica por ser la expresión más directa de la naturaleza humana como tal (3). Frente a esta inmediatez del goce de cada uno, toda idea de comunidad más o menos universal de los hombres se convierte en una mentira, como el propio Bentham no dejó de decirles, en todas las oportunidades que tuvo de hacerlo, a los revolucionarios franceses embarcados en sus proyectos idealistas, entre los cuales la Declaración universal de los derechos del hombre.

Se puede considerar esto, como ya hace mucho planteó Lacan (4), como un momento clave, un verdadero viraje en la historia de la civilización, en el que se ponen las bases de una nueva definición del sujeto y de la ética que rige las relaciones entre los seres humanos y en las sociedades por ellos creadas.

En este sentido, el énfasis que hacen Dardot y Laval en la producción de una nueva subjetividad como elemento fundamental del discurso neoliberal (que lleva hasta las últimas consecuencias las premisas del utilitarismo liberal, sustituyendo cierta tendencia a una inhibición regulatoria por un activismo legislativo destinado a transformar el conjunto de lo social de acuerdo con presupuestos muy estrictos) los sitúa en un terreno en el que, más allá del apoyo que encuentran en algunas elaboraciones de Foucault sobre la biopolítica, no pueden ser indiferentes a las aportaciones del psicoanálisis. De hecho, ellos mismos hacen algunas referencias a Lacan en La nueva razón del mundo, mientras que en Común recurren de un modo sistemático, hacia el final del libro, a Castoriadis.


Ficciones, semblantes, discursos

La verdad es que hubieran podido tomar más elementos de Lacan. Su conocimiento profundo del concepto de “ficción” en Bentham les hubiera podido conducir a interesarse por la lectura que de él hizo Lacan y de cómo lo tiene en cuenta posteriormente en su teoría de los discursos, uno de cuyos elementos, el “semblante”(5) (en francés semblant) no carece de relación con dicha lectura. Seguramente hubieran podido beneficiarse de ello para situar un poco mejor algo que a su manera formulan muy bien: que los discursos que circulan en lo social no son meros medios de comunicación de realidades entre sujetos previamente existentes, sino que son productores tanto de objetos como de subjetividades. Y que uno de los elementos de esta operación de producción tiene que ver con la regulación, también el formateado, de lo que Freud llamó la pulsión.

Así, la opción utilitarista benthamiana de introducir un postulado sobre la posibilidad de cuantificar la satisfacción y por ende la felicidad en términos económicos, dando así un paso decisivo para constituir a la economía como ciencia fundamental del hombre y de la civilización, no es una descripción de una realidad previamente existente, sino una contribución significativa para la creación de una realidad.

Se trata, entonces de una operación de discurso que contiene una de las claves de la realidad que, cada vez más, se ha ido imponiendo y que ha encontrado en el neoliberalismo un modo de extenderse de un modo coherente, estricto y que no deja de lado ninguna realidad humana.

A esto, Dardot y Laval responden en toda lógica: si el neoliberalismo ha sido capaz de desarrollar una nueva subjetividad, hay que pensar lo común como un discurso igualmente capaz de producir, cada vez que se efectúa, una subjetividad alternativa.

Dedicaremos otra contribución a discutir este punto.


Notas

(1) P. Dardot y Ch. Laval, Común, op. cit. pág. 21. De hecho, este dejar atrás el comunismo ha sido fuente de tensiones, en España, entre Podemos e Izquierda Unida, algunos de cuyos miembros han acusado a los de Pablo Iglesias de ser "anticomunistas". A la izquierda tradicional española le queda un trecho para asumir ciertas lecciones de la historia. Y a la nueva, que el tema "nacional" es un campo minado.

(2) Ch. Laval, Jeremy Bentham et le pouvoir des fictions, PUF 1994.

(3) Es imperdible el opúsculo de J. Bentham En defensa de la usura, Sequitur 2009.

(4) J. Lacan, El Seminario, libro VII, La Ética del psicoanálisis, edición establecida por Jacques-Alain Miller, Paidos 1998.

(5) Semblante se podría traducir por "apariencia". En francés forma parte de expresiones como "faire semblant de" (aparentar). En inglés resuena con la expresión "make believe".

domingo, 18 de octubre de 2015

Lo Común, la masa y el individualismo (I)


Ante la presentación, mañana lunes (19-10-15 a las 19 h.), en el Instituto Francés de Barcelona, del libro de Pierre Dardot y Christian Laval, Común: ensayo sobre la revolución en el s. XXI, Gedisa 2015, propongo unas líneas para el debate con los autores


Pierre Dardot y Christian Laval, en su excelente trabajo, llevan a cabo un análisis crítico de la noción de “común”, que como todos sabemos ocupa un lugar fundamental en las propuestas políticas contemporáneas, muy especialmente en España (Podemos) y de un modo muy concreto en Barcelona (Barcelona en Comú).
Antes de entrar en el detalle de sus planteamientos, algunas reflexiones preliminares para situar desde dónde los leo – y desde dónde recomiendo decididamente su lectura.

Cuando pensamos en lo que caracteriza a la política actual, hay términos que inevitablemente se nos hacen presentes: en primer lugar, el de “masa” o “masas”; en segundo lugar, el de “multitud”; en tercer lugar, el de “común”. 

El primero de ellos fue empleado ya por teóricos que, en el primer cuarto del s. XX, se ocuparon de analizar fenómenos políticos que por entonces eran nuevos, en los que cantidades muy grandes de individuos intervenían en actos políticos (sin olvidar las guerras), de acuerdo con una dinámica posibilitada por los nuevos medios de comunicación – la prensa diaria en grandes tirajes y la radio.
La propaganda nazi de Goebbels pronto se convertiría, en lo que a esto se refiere, en un ejemplo de referencia... su uso magistral de la mentira, ya comentada en su día específicamente por Alexandre Kojève, sigue teniendo alumnos más o menos aventajados.

Curiosamente, ya en aquella época se dio cierto debate entre quienes hablaban de las masas como “multitudes” desorganizadas (Le Bon) y quienes destacaban los grupos muy grandes pero organizados (McDougall). Se trataba de un debate constituyente de la psicología social como nueva disciplina.

Esto debe llamarnos la atención, dado el nuevo uso que la palabra “multitud” ha recibido más recientemente, en particular a partir de propuestas como las de Toni Negri y Michael Hardt (en Imperio y Commonwealth, en particular).

Freud, en su artículo “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921), plantea que en realidad, aunque se puedan encontrar y estudiar masas de cada uno de estos dos tipos, cualquiera de ellas, por desorganizada o episódica que sean en apariencia sus manifestaciones, responde a cierta organización: la identificación de un número indeterminado de individuos con un líder, en quien se depositan determinadas identificación ideales. Y, no sin ironía, compara la relación de cada uno de los individuos con el líder a la relación entre un paciente hipnotizado y su hipnotizador. Relación que, por otra parte, no carece según él de puntos en común con el debilitamiento de la capacidad de juicio característico del enamoramiento.

La suspensión de la capacidad de raciocinio no es algo que sorprenda a cualquiera que lea un mínimo de noticias sobre la actualidad política. El uso de las banderas, las consignas, las mentiras más sistemáticas, disfrazan los verdaderos programas, cubren el vacío de verdaderas propuestas o velan lo irrealizable de propuestas bien intencionadas pero poco viables.

Ya contamos con la suficiente trayectoria histórica para ver a qué conduce la política tradicional de masas. Es la que en gran medida nos ha conducido hasta donde estamos. Al nacionalismo en todas sus versiones (mucho más parecidas unas a otras de lo que los implicados suelen reconocer), a graves conflictos bélicos, a la segregación y a usos más o menos cínicos. Esto último, por parte de una serie de elites cuyo horizonte es en realidad cosmopolita, pero que saben usar la zanahoria adecuada para que personas ilusionadas, con un horizonte que va poco más allá de su lucha diaria por una vida un poco mejor, empujen la limusina de la historia en la que ellos van cómodamente montados al volante.

Ahora bien, ¿qué ha cambiado en las últimas décadas? Sabemos que algunas cosas parecen seguir igual, pero también apreciamos claras diferencias, sin saber todavía cuál puede ser su alcance práctico, qué consecuencias concretas pueden tener. Tenemos demasiado cerca ciertas “primaveras” políticas (árabes u otras) como para ignorar que es fácil pasar de una esperanza de lo nuevo a una repetición de algo muy parecido, aunque bajo formas que también son sutilmente novedosas.


El término “multitud” ha sido rescatado para designar formas de colectivos políticos posibilitadas y mediadas por nuevas formas de comunicación, como las redes sociales y, más en general, internet. Negri y Hardt han planteado que el tipo de comunidad basado en esta clase de medios, que de hecho influyen profundamente en la forma misma en que la sociedad se estructura y son inseparables de los nuevos medios de producción del capitalismo globalizado, introduce una semilla de subversión que lleva casi inexorablemente al fin del sistema actual.

Según ellos, el “capitalismo cognitivo” – en el que el conocimiento es el valor fundamental, además del medio principal de producción, siendo a la vez, en lo esencial, la mercancía producida – trabaja activamente y de modo casi automático al servicio de su propia superación, hacia su ocaso ineludible. Esto sería así porque, mediante las operaciones mismas que constituyen lo esencial de su sistema de producción, genera comunidades de saber que adquieren una fuerza creciente y que se independizan hasta constituir una fuerza política capaz de generar cambios históricos cruciales.

El término “multitud” destaca que este tipo de comunidad no funciona igual que la masa tradicional, ya que sus vínculos constituyentes no se basan en una identificación unificadora, sino en una red colaborativa de saberes.


¿Pero está tan claro que lo fundamental de la política hoy día haya dejado de pasar por estructuras de masa, aunque sus modos de organización hayan cambiado? No cabe duda de que algo se ha modificado, porque lo primero que se destaca en la mayoría de los análisis que se hacen de nuestra época es la soledad del individuo posmoderno, la fragilidad de los vínculos que en ella se crean, su liquidez, su movilidad. Todo lo cual no puede dejar de tener efectos en las fidelidades (e infidelidades) políticas de los individuos de nuestro tiempo, en su disposición y capacidad para entregarse a una causa poniendo en la balanza una parte de su tiempo de vida, de su esfuerzo y de su deseo.

Sin embargo, me parece más preciso decir, no que la soledad y el individualismo generalizado han suplantado a los fenómenos de masas, sino que, como algunos observadores han planteado, asistimos hoy a una nueva forma de funcionamiento colectivo, para la que el psicoanalista Eric Laurent propone lo siguiente: “En la época del individualismo de masa, existe un registro de soledad para todos” (1).

Por otra parte, este nuevo sintagma, individualismo de masa, no deja de recordarme una frase de Freud en su artículo de 1921, que bajo esta luz adquiere para mí otro relieve: “De este modo, la oposición entre actos anímicos sociales y narcisistas – Bleuler diría quizás: autísticos – cae dentro de los dominios de la psicología social o colectiva” (2).

En efecto, me doy cuenta de que siempre había leído (un poco) mal esta frase, como si Freud dijera que lo narcisista, incluso lo autístico, quedara fuera... pero no, ahora podemos ver que queda completamente dentro. Incluso en el corazón del sistema. El capitalismo avanzado, por otra parte, trata de explotar esto de un modo coherente.

¿Por qué la masa resiste tanto a su propia desagregación individualista? Creo que podemos decir, con Lacan, que ello es debido a que el vínculo de identificación no es la única explicación ni el único mecanismo de constitución de la masa (3). Otro mecanismo, quizás más fundamental aún, es el rechazo de otros. Los grupos se constituyen por exclusión y es esta misma exclusión lo que sostiene más profundamente la posibilidad de identificarse. 

Por eso, en la época en que las identificaciones son más débiles (por ejemplo, pocas personas están dispuestas a morir por una bandera), las identificaciones colectivas se sostienen mucho más puramente en el rechazo que en una verdadera afirmación. Los nacionalismos de todo signo conocen esto y explotan todas las oportunidades que les ofrece el “enemigo” (muchas veces falso) para, con ese mismo impulso, izar más alto su propia bandera. 

En realidad, dentro de cada grupo así constituido, sus miembros son profundamente independentistas. Vivimos en un independentismo generalizado. Por supuesto, cada uno tiende también a confundir su profundo individualismo con el rechazo del otro excluido, el enemigo. Pero cuando la tensión baja, lo que reaparece es el hecho más radical de que no hay ideal que se sostenga.

Ahora bien, ¿hay otro tipo de comunidad política que pueda salir de este juego infernal y paradójico conformado por la síntesis inestable de individualismo narcisista y alienación a una estructura grupal?
Aquí es donde entra la propuesta de “lo común”, de la que se ha usado y también abusado ampliamente por parte de toda una serie de propuestas políticas que buscan una alternativa a los impasses relacionados con la modalidad neoliberal del capitalismo y su mundialización; y también una alternativa los impasses propios, en este nuevo contexto, de los métodos por así decir tradicionales de lucha por la igualdad y lo que se sigue llamando emancipación.


Dardot y Laval llevan a cabo una minuciosa genealogía de esta noción de “común” y ponen de manifiesto que en su uso se disimulan muy a menudo errores de concepción que limitan gravemente su validez concreta en la lucha política.

Su crítica es muy fundamentada. Y tiene una finalidad política: proponer un tipo de comunidad política que supere los límites – entre muchas otras propuestas cuya inviabilidad demuestran – de la noción de multitud de Negri y Hardt, a la que le reprochan una adherencia a un optimismo marxista basado en la idea de que existen leyes históricas que trabajan por sí solas en la dirección del progreso.
Para nosotros queda por ver si su propuesta de lo común puede enfrentarse con un mínimo de eficacia al combate contra el individualismo de masa y sus leyes que, por ahora, parecen de hierro.

En una segunda entrega proseguiré mi comentario de su tentativa.

Notas

(1) Léase entrevista a Éric Laurent en http://www.telam.com.ar/notas/201311/41125-la-epoca-vive-una-fascinacion-por-la-violencia-contra-uno-mismo-y-contra-los-otros.html
(2) Sigmund Freud, "Psicología de las masas y análisis del yo", en Obras Completas, Biblioteca Nueva, trad. de López Ballesteros.  La frase está tomada de la introducción.

(2) El mismo Éric Laurent dedicó un año de trabajo de seminario a este tema. Está publicado en Paradojas de la identificación, Paidós, 2000.

martes, 26 de mayo de 2015

Ni miedo, ni dolor: psicoestimulantes en la Yihad... y también aquí

Sobre el uso de Captagon por los combatientes islámicos y el de Ritaline en guerras más cercanas


Leyendo L'Express, nos enteramos de que no sólo está la "War on drugs" (guerra contra las drogas que la administración norteamericana lleva tiempo perdiendo) sino también una "war drug", una droga de la guerra: Captagon. Según esta publicación, los combatientes de IS la usan para no sentir "ni miedo ni dolor", y también, de paso, para aumentar sus rendimientos sexuales, que como se sabe son un factor significativo en las guerras guerras. Sin duda, el empleo de estimulantes para osar actos de violencia extremos, entre los cuales violaciones aprovechando el excedente de adrenalina, no es una novedad. El recurso al alcohol en la guerra es incluso tradicional, y tenemos numerosos testimonios sobre la anestesia moral que induce o favorece y las atrocidades que un individuo aparentemente normal puede llegar a cometer bajo su influencia. En lo que a la cocaína se refiere, disponemos de testimonios, en Colombia o en México, de una cultura de la violencia extrema desarrollada en torno a esta substancia.

En estos últimos casos, se ve que la droga tiene relaciones muy estrechas con la violencia en más de un sentido: por una parte, es al menos en parte su causa, pero por otra parte, el tráfico del que es objeto aporta fondos casi ilimitados para financiar sus medios, en especial las armas.

Lo que ocurre en Siria es más o menos lo mismo: el Captagon, al mismo tiempo, es empleado por los combatientes y constituye una fuente importante de ingresos para la compra de material de guerra. Según The Guardian, por otra parte, el consumo de la droga está muy extendido también entre la población cividl: parece, entonces, que la necesidad de anestesiar el miedo y el dolor (moral) está allí muy generalizada: "doctors and psychiatrists say use of the drug is [...] widespread among Syria's increasingly desperate civilian population" (los médicos y los psiquiatras dicen que el uso de la droga [...] está cada vez más extendido entre la población civil desesperada).



En el fondo, el uso de este tipo de substancias psicoestimulantes está ligado a la guerra desde su origen. Según Carson-DeWitt (Encyclopedia of Drugs & Addictive Behaviour, Durham, NC), durante la Segunda Guerra Mundial, los ejércitos de los EE.UU., Gran Bretaña, Alemania y Japón hicieron ensayos con ellas para mejorar la atención de los soldados y también su estado de ánimo.

¿Que hay de nuevo entonces? La nuevo no se encuentra quizás en lo que ocurre en el campo de batalla, sino el hecho de que en nuestros días hay otra guerra, la que se libra especialmente en las escuelas y durante el tiempo de la infancia, cuyos soldados, llamados alumnos, recurren también por prescripción médica a los psicoestimulantes (ya sea a diversos tipos de anfetaminas, como Adderall, ya sea al metilfenidato, como Ritalin).

Lo que estas drogas tienen en común, dicen, es que estimulan la norepinefrina y la dopamina, que algunos llaman "feel good chemicals" (substancias químicas que hacen sentir mejor). Y la guerra en la que estos soldaditos infantiles participan podemos llamarla la guerra del malestar en la civilización, por usar una expresión de Freud. De modo que, frente al malestar (el propio, el de los padres, el de la escuela, el del Estado, el de la sociedad entera, "gotta feel good", hay que sentirse bien por narices y hacer que todo el mundo se sienta bien, esté satisfecho con las expectativas y sobre todo las cumpla).

Se decía en The Guardian que el Captagon estaba muy extendido entre la población civil. ¿Qué significa eso? Porque si dijéramos que un diez por ciento de la población toma anfetaminas, o sea, una persona de cada diez, ¿sería eso mucho? ¿Y si fuera el 20%, dos de cada diez? Porque cuando vemos las estadísticas de los trastornos, reales o supuestos, que se dice afectan a nuestra población infantil, hay quien dice que alrededor de un 7% deberían ser diagnosticados de TDAH, pero que eso es poco en comparación con el 10% que se diagnostican y se medican en los EE.UU. Y que, de todos modos, hay quienes opinan que deberían ser diagnosticados y medicados un 20 % de niños, o sea, una quinta parte de la población. Si a esto sumamos otros trastornos que se dice están infradiagnosticados, como el Trastorno del Especto Autista, el porcentaje de niños enfermos sería epidémico y requeriría una explicación que todas estas historias de neurotransmisores son incapaces de dar, salvo que se reconozca que el ser humano es un ser enfermo y necesita una reforma urgente del genoma.



Ahora bien, la diferencia entre el Ritaline y el Captagon es que este último es una droga ilegal – de hecho ilegalizada, porque fue plenamente legal y luego se descubrió que producía mucha adicción. Pero en el fondo, ¿qué diferencia hay desde este punto de vista con el uso de drogas legales, recetadas por médicos? Por supuesto, hay algunas diferencias y sin duda la adicción que producen las drogas médicas no es tan inmediata ni tan brutal. Pero el problema es que es muy difícil prever los efectos adictivos a largo plazo de substancias que tienen un efecto "feel good", que le hacen sentirse a uno mejor... artificialmente.

¿Cómo se sabe el efecto adictivo de substancias que una persona toma desde los 6 años y que tienen un efecto artificial sobre su estado de ánimo, que le hacen sentir mejor de lo que quizás debería sentirse en relación a lo que realmente acontece en su vida? ¿Qué sabemos de los efectos a largo plazo de esa muleta química que actúa sobre sus sentimientos a lo largo de su desarrollo, presente como una sombra a lo largo de su vida?

Se puede decir, y es lo que leemos a menudo, que "bien usadas" no crean adicción. Sin embargo, en realidad no hay estudios longitudinales fiables a lo largo de muchos años, de modo que lo que se hace es simplemente extrapolar observaciones a corto plazo. Y teniendo en cuenta que vivimos en un mundo multiadictivo, en el que quien más quien menos es adicto a algo, si somos capaces de ser adictos al smartphone o a la computadora, incluso a la coca-cola, es una ingenuidad (o una mentira interesada) pensar que esas pastillas que te hacen sentir mejor no van a tener efectos adictivos a largo plazo sobre un número significativo de personas, personas que se van a acostumbrar a ese suplemento para que los avatares de la vida cotidiana, con sus tristezas inevitables, les resulten soportables.  Y el problema es que el umbral de lo insoportable, la cantidad de malestar, discordancia, inquietud, angustia, inadecuación, frustración, etc. que puedan soportar, disminuirá significativamente, eliminando a  largo plazo sus recursos propios para tratarlos.

Entonces, ¿cuál es esta guerra que libran los niños en las escuelas, guerra en la que muchos de ellos tienen que recurrir, por prescripción médica, a tomar substancias psicoestimulantes? Es difícil saber la que cada uno de ellos libra por separado, la más íntima, pero hay una más general en la que, sin darse cuenta, todos participas. Es la guerra contra un malestar que, paradójicamente, se hace más insoportable a medida que la exigencia del bienestar, del "estar bien", del ser como el estándar, de triunfar en el futuro, se hacen mayores. A medida que las carencias, deficiencias, las insuficiencias que constituyen algo esencial en la vida del ser humano respecto de sus aspiraciones, se vuelven más insoportables. Insoportables para los padres, que quieren niños "normales", pero que se imaginan que un niño normal es un niño sin problemas, que quieren soluciones rápidas porque no tienen tiempo para ellos, y mucho menos para aguantar sus inquietudes. Padres que ya no tienen tiempo para palabras, no tienen tiempo para dar tiempo a sus hijos, y niños que, en consecuencia, ya no creen en las palabras de sus padres ni tienen tiempo para escucharlos cuando les hablan.



A medida que la palabra pierde fuerza en la lucha humana contra el malestar, las pastillas la sustituyen. Pero lo que muchos padres no ven, es que las pastillas acaban sustituyéndolos a ellos mismos. Y entonces, eso que se creía que era un arma contra el malestar, se torna fuego amigo.

Hace poco, en un CSMIJ (Centro de Salud Mental para niños y adolescentes) me contaban un caso muy interesante, incluso bello. Unos padres habían recurrido – por prescripción facultativa, claro – al Ritalin para una hija "demasiado inquieta". Los padres, la madre en particular, se quejaba de que la relación entre ella y su hija era distante, fría, las palabras de ella no tenían ningún efecto. En este caso hubo suerte porque el efecto secundario del Ritaline fue que la chica empezó a tener síntomas de anorexia, porque esa medicación quita el hambre. Eso fue un buen argumento para retirarlo. Y con el apoyo de la psicóloga del centro, se produjo algo inesperado: la palabra de la madre empezó a contar para su hija. Pero era, ante todo, porque la madre entendió que en cierto momento había sido ella quien había puesto aquellas pastillas en lugar de sus palabras. La madre le dio las gracias a la psicóloga por haberle restituido la relación con su hija.

Eso no significa que las pastillas estén siempre mal. Pero es una locura pensar que sería normal que un 10 % de los niños tuvieran que tomarlas. Si esto ocurre, los adultos tenemos que pensar en qué guerra de las nuestras hemos puestos a los niños y a los jóvenes. Las pastillas pueden ser necesarias, pero incluso cuando lo son, que es en muchos menos casos de los que se suele decir, deben ir acompañadas de lo más esencial, que es él vinculo entre los adultos y los niños o los jóvenes, que pasa por la palabra y por el cuerpo, por la presencia, por un estar ahí, plenamente. Que implica la responsabilidad de trasmitir que el deseo debe tener alguna ley, una ley que no debe ser impuesta, sino que cada uno debe inventarla a partir de lo que recibe como legado. Que implica la responsabilidad de proteger a los menores de nuestros ideales, muchas veces demasiado exigentes, protegerlos del peso que supone para los hijos cumplir las expectativas narcisistas de los padres y las expectativas delirantes de un sistema social que está enfermo; pero que, en vez de hacer algo para curarse él mismo, o para ser un poco menos enfermo, pretende que una cantidad inmensa de personas sea declarada enferma, anormal, insuficiente, y forzada a "sentirse bien" con "feel good chemicals".

domingo, 17 de mayo de 2015

LePPenización de lo social

Las auditorías del Sr. López, alcaldable de Mataró


Hace pocos días, en la recta final de la campaña electoral de las municipales, han empezado a surgir con fuerza una serie de mensajes inquietantes, extendiendo a otros municipios lo que hasta ahora había sido una táctica que en su día dio buenos resultados en Badalona. "Limpiando Badalona" y "Primero los de casa" abrieron fuego, comgo ya tuve ocasión de comentar. Pero luego han aparecido otros, todavía más inquietantes por el hecho de ir dirigidos a realidades más concertas y  cotidianas: "No queremos guetos, pisos patera ni top manta" y, finalmente, la propuesta de "limitar la proliferación" [sic] de locutorios, bazares y ¡kebabs!



El efecto cómico de esto último – no sabemos si propondrán cambiar los kebabs por frankfurts, para congraciarse con la Merkel, o por choricerías, que existen en el Diccionario de la RAE y evocan una costumbre mucho más española y plenamente autóctona – no debe ocultarnos la sombra de una ideología totalitaria que se empeña en entrometerse en los aspectos más banales y cotidianos de la vida de la gente, convirtiéndolo todo en signo de una invasión imparable y una conspiración incesante. 

Pero unas nuevas declaraciones, compartidas por los alcaldables respectivos de Badalona y Mataró, en el sentido de "auditar las ayudas sociales concedidas a inmigrantes", elevan este discurso de la sospecha y del odio hasta límites hasta ahora inalcanzados y que nos parecían inalcanzables. El señor López dijo, sin cortarse un pelo, que promovería una "auditoría para conocer de verdad quiénes son los receptores de las ayudas sociales y por tanto confirmar o desmentir los rumores, la lucha contra el fraude en estas ayudas" (La Vanguardia, 8 de mayo). Asombroso, pero previsible.

Que estas declaraciones provengan de alguien perteneciente a un partido implicado en una infinidad de casos de corrupción, puertas giratorias, prevaricaciones, incompatibilidades, tanto a nivel estatal como de comunidades autónomas y ayuntamientos, nos deja de entrada estupefactos, pero en cuanto reaccionamos nos damos cuenta de la táctica que está en juego: redirigir contra otros la ola de indignación que ellos mismos, más que nadie, han provocado. Esa es la intención de su supuesta "lucha contra el fraude" en este caso.

Esto pone en el punto de mira, entre otros, a los trabajadores sociales y, más en general, a todos los profesionales (también psicólogos y educadores, así como personal auxiliar) que trabajan en algo que ha sido esencial durante décadas, conocido con una expresión que cada vez sueña más irreal: el estado del bienestar.  Estos profesionales, sobre todo en Centros de Servicios Sociales, pero también en otros dispositivos, hacen lo que pueden con un presupuesto mínimo y con una gran dosis de voluntarismo vocacional, algo muy importante: contribuir a construir puentes por los que algunas personas y familias en riesgo de exclusión tienen la oportunidad de reintegrarse o, como mínimo, transitar para no perder definitivamente el tren. Su trabajo es vital para evitar algunos de los efectos más crueles de las desigualdades, que tienden a agrandarse en una sociedad que, cada vez más, naturaliza el egoísmo absoluto como motor de la política y la economía.

Es cierto que todas estas figuras profesionales siempre tuvieron un lugar ambiguo en relación al poder. Surgieron como elementos de control social, para desplazar la autoridad desde formas antiguas de la familia hasta instituciones representativas de un nuevo orden. (Véase el análisis ya clásico de Jacques Donzelot, La policía de las familias, Pre-Textos). Pero desde el principio, por el contacto directo con la población, se convirtieron en parte en canalizadores de las reivindicaciones de los oprimidos, a veces incluso en luchadores decididos por una sociedad menos injusta, en agentes mediadores entre clases sociales e intereses contrapuestos, entre modelos de vida que a menudo conviven no sin fricciones inevitables.

Las nuevas tensiones creadas por la generalización del estado neoliberal vuelven a poner a los trabajadores sociales en el punto de mira, como testigos molestos y como mediadores ya inservibles para una conversación que el poder cada vez considera menos rentable: prefiere actuar directamente sobre la población con los medios de la manipulación mediática. Se trata de ganar elecciones, y luego ya se taparán los desastres originados como se pueda. De ahí una tendencia a sustituir al personal de Servicios Sociales por "ventanillas", incluso máquinas, y a "evaluar" su acción en términos de "eficacia" que pueden ser útiles en el mundo de la empresa, pero que no tienen nada que ver cuando de lo que se trata es de trabajar por una sociedad mejor o menos mala.

El discurso del Sr. López, alumno aventajado de Albiol, tira con bala. Usa términos envenenados: "Auditoría", "conocer de verdad"... Empecemos por el término auditoría: como si se tratara fundamentalmente de un problema económico y como si los gastos en ayudas sociales fueran de tal cuantía que requieren este tipo de medidas. Por supuesto, si las auditorias se llevaran a cabo, gastarían mucho más dinero de lo que se gasta en ayudas sociales cada vez más magras. Y sin duda ese dinero iría a engrosar los bolsillos de amiguetes de los políticos de turno, porque con lo que hemos visto hasta ahora, de quienes menos razones tenemos para confiar es precisamente de los que hacen profesión de fe de evaluar a todo el mundo y se prestan ellos mismos a menos evaluaciones. 

Por otra parte, las ayudas sociales son el dinero más "auditado" del mundo. Y no por empresas que pretenden aplicar los mismos criterios a actividades puramente económicas que a actividades sociales, sino por equipos interdisciplinares que evalúan constantemente la idoneidad de tales ayudas, discuten sobre los criterios para concederlas o denegarlas, procurando escrupulosamente que en su concesión no imperen criterios personales, subjetivos, ni siquiera de mayor o menor simpatía por la persona o familia objeto de la acción social.

Le aseguro, Sr. López, que si el rigor que se aplica a ese tipo de cuestiones en los Centros de Servicios Sociales – al menos cuando no hay interferencias "desde arriba" – sería todo un modelo a aplicar en la política municipal en su conjunto.

Este tipo de cuestiones a las que me refiero podrían parecen pequeñeces en relación a lo que es esencial. Pero no es así en absoluto. En ellas se combina una lepenización de la política española, catalana incluida, con una profundización de la destrucción de lo social por criterios de acción neoliberales. De ahí el valor altamente sintomático del término "auditoría" en este contexto.

Luego está la alusión contenida en la expresión "conocer de verdad". ¿Significa eso, Sr. López, que los trabajadores sociales, psicólogos, educadores, directores de centro, no dicen la verdad? ¿O se trata tan solo de hacerse con cifras que luego pueden usarse para "demostrar" que las personas de origen extranjero reciben más ayudas, para luego arrojar ese dato a la plebe enfurecida, al populus que necesita gladiadores y algunas fieras cuando con el fútbol ya no basta? 




Sólo faltaba esa sospecha generalizada para que los ciudadanos que en adelante se acerquen a servicios sociales lo  hagan con la sensación de que hay "otros" más favorecidos, de que "no se dice la verdad", de que "los extranjeros se quedan con nuestro dinero". Y la persona que los reciba en esos lugares, a pesar de todos sus esfuerzos, quedará marcada de entrada como un enemigo potencial, no como una mano que le ofrece ayuda, pero que necesita tener también, ante todo, el reconocimiento y la autoridad para decirle posiblemente que no, que lo que pide no es justo o es inviable, sin que eso tenga que ser vivido paranoicamente.

La política que promueven estos señores es la política de la paranoia, pura y dura. De la sospecha y del complot. Lamentablemente, todos tenemos algo de paranoicos, porque, como demostró hace años Jacques Lacan ("Los complejos familiares", "El estadio del espejo") la personalidad tiene en sí misma, desde su origen, un fundamento paranoico (Véase en este sentido el excelente trabajo de Vicente Palomera, De la personalidad al nudo del síntoma, Gredos). Esa paranoia básica es regulada, compensada, por la relación con el Otro del amor. Y es muy necesario que de algún modo este tipo de Otro, no sólo el Otro malvado, tenga una presencia importante en lo social. El "estado del bienestar", los Centros de Servicios Sociales, los trabajadores sociales, los educadores, son en gran parte encargados de hacer presente a ese Otro benevolente que calma las tendencias más universales al odio.




Por eso lo que Albiol y López venden como remedio en realidad sólo puede agravar las cosas. Ya tenemos bastante odio. Parte de ese odio se canaliza hoy en crímenes que tienen una justificación religiosa. Pero la criminalización de las mezquitas y de los kebabs es responder con odio a la suposición generalizada del odio. Y hoy día no hacen falta ninguno de estos lugares, existe un lugar universal, internet, donde se cuecen todos los complots sin ninguna necesidad de esos espacios de vida.

Cuando Podemos inició su ascenso, muchas voces se alzaron contra su supuesto populismo. Curiosa acusación en un país donde el partido de la derecha más significativo se llama "popular", adjetivo heredado de la Alianza creada por el ministro de Franco Fraga Iribarne. De momento no he visto ninguna condena, tampoco en el "antipopulista" "El País", de este populismo xenófobo que se aproxima cada vez más al modelo que explota actualmente en Francia el Front National.

Pero lo que más se echa de menos es que los colegios profesionales de trabajadores sociales, psicólogos y educadores proteste formalmente ante esta acusación frontal contra los profesionales que trabajan en el ámbito de lo social. Quizás crean que tienen cosas más urgentes que hacer, pero esto es una equivocación. En realidad hay algo que cada vez se pone más en cuestión sobre el lugar de ciertas profesiones, antaño importante en la transmisión de formas y medios de convivencia, y que cada vez tienen menos cabida en un modelo de vida en el que lo económico se identifica con la sociedad misma. Todo lo demás, molesta. Si me tocas "mi dinero", lo pagarás con mi odio.





martes, 12 de mayo de 2015

Las limpiezas de Albiol y de Aguirre

Metáforas light del fascismo posmoderno



Si hace unas semanas Esperanza Aguirre anunciaba su propósito de limpiar Madrid de mendigos, ahora García Albiol se descuelga con unas vallas de publicidad electoral en las que luce una impecable sonrisa profidén junto al eslógan: “limpiando Badalona”. Y cuando todavía no hemos podido tomar aire, ya nos enteramos de que en Rubí quieren el trabajo, “primero, para los de casa”.

Durante el tiempo en que, tras las grandes debacles mundiales, se llegó a cierto consenso social transversal para evitar dolorosas repeticiones, los políticos oficiales de un amplio espectro de partidos se pusieron de acuerdo sobre ciertos límites del discurso político que no se debían franquear. Por supuesto, la derecha más rancia asumía todo eso con la boca pequeña, mientras que hordas de jovencitos “extremistas” les hacían el trabajo sucio, o sea, de limpieza, por las calles.




Como una de esas alegres muchachadas que en su día terminaron con la vida de Pasolini, con la excusa de que era frocio. Como cualquiera de esos jovencitos con el puño en alto cuyas fotos aparecen en twitter y sus nombres, algún tiempo más tarde, brotan en alguna lista municipal del partido que ya sabemos.

Ahora han caído las máscaras, siguiendo vientos de la nueva sinceridad política que recorre Europa. Y algunos políticos hacen alarde (como en su día planteó García Albiol en tono desafiante) de decir lo que otros piensan y no se atreven a decir. Y es que, como planteó en estos días un famoso pepero vallisoletano, hay a quien “le da vergüenza” decir lo que piensa y, sobre todo, lo que en realidad votará, por eso las encuestas parecen no poder predecir el horror que algunos ya esperan frotándose las manos.

Sea como sea, lo que vemos es el retorno de las metáforas de siempre: la limpieza/la suciedad, los de casa/los de fuera. Jordi Ebole le reprochó a García Albiol, con razón, que el mensaje era repugnante, porque aludía a los inmigrantes. Y García Albiol le respondió, también con razón y no sin cinismo, que él no se refería a los inmigrantes, sino “a la delincuencia”. Por supuesto, en algún otro lugar ya se había ocupado él de relacionar la delincuencia con la inmigración. De cualquier modo, si digo que tiene razón es porque su cartel va más allá de lo concreto de las distintas operaciones de limpieza parciales. Lo que hace es elevar la “limpieza” a principio general de la política. Y ahí reside el problema, precisamente. Una vez se identifica la misión de la política como la de eliminar no sé qué suciedad, nunca suficientemente esclarecida, los que van a padecerla pueden variar, pero siempre se encontrará a alguien para pagar el pato.

Por supuesto, ahora todo se dice con una gran sonrisa, no con las cadenas y los puños americanos, o los bidones de gasolina, de no tan lejano recuerdo. Pero las metáforas son las mismas.

Como todas las del fascismo, estas van dirigidas sobre todo a la clase media baja, volátil, frágil, que se siente algo mejor cuando hay alguien más abajo del lugar que todavía cree que ocupa, a duras penas, en la escala social. Las crisis han sido siempre momentos en que las clases que temen perder su estatus buscan afanosamente alguien que esté peor para que cargue con el peso de su existencia y sus derechos adquiridos.

En cualquier caso, la política empieza por las palabras. Una política es en primer lugar una forma de hablar, un léxico, un conjunto de metáforas que organizan el mundo, y estas buscan estimular pasiones determinadas. La metáfora de la limpieza es verdaderamente terrible, porque estimula del modo más certero y eficaz la idea de que el mal está ahí, fuera pero cerca, y que es fácil, sencillo eliminarlo. Es la metáfora por excelencia del odio. La expresión más mínima y a la vez más potente del rechazo radical, de la tentativa de poner todo lo malo fuera de uno mismo, como si uno no tuviera nada que ver con ello. Es por lo tanto, también, la metáfora que promueve la más feroz ignorancia, el no querer saber nada de la viga en el propio ojo. Una forma, por lo tanto, de “limpiar” la propia conciencia de las suciedades que le conciernen.

Se quiera o no, algo de lo humano, y por lo tanto de lo social, siempre conlleva una parte de “suciedad” ineliminable. Cada cual debería encargarse de su parte y no atribuírsela a otros. Por mucho que “limpies” a otros, tú mismo no quedas menos limpio de nada.

Porque, como Freud destacó en “El malestar en la cultura”, “todos los neuróticos y muchos otros [...] reniegan de que inter urinas et faeces nascimur”. O sea, de que, en frase atribuida a San Agustín, nacimos entre la orina y las heces. Una cosa es hacer algo con esto, en la vía de lo que Freud llamó la sublimación, por ejemplo. Y de hecho todo el edificio de la cultura tiene que ver con ello. Pero la eliminación, la limpieza, es todo lo contrario. Es la barbarie contra la cultura. 

A quienes hoy día, como Esperanza Aguirre, dicen que les molesta que los mendigos duerman en los cajeros automáticos de los bancos, hay que recordarles que seguramente esos improvisados dormitorios son lo poco que queda de "obra social" en muchas entidades que fueron rescatadas con el dinero de todos.

jueves, 23 de abril de 2015

¿Qué autoridad hoy?

Intervención en la jornadas del CIIMU, "Familias del siglo XXI: renovarse o morir", Barcelona, 22 de abril 2015

(Se trata de mis notas, no leídas íntegramente)

¿Hay alguna forma de autoridad que se pueda pensar para los tiempos que corren y que no trate de volver a formas propias de otra época, para siempre perdidas?

La autoridad a la que estábamos acostumbrados corresponde a un marco de referencia ya antiguo, en el que la cultura, la civilización, proponían al individuo renuncias, más o menos fuertes – que podemos llamar englobar bajo el término represión – a sus formas de satisfacción más inmediatas, y ello con la promesa de satisfacciones futuras, más sublimadas, conformes a determinados ideales. Dicho sea de paso, su cumplimiento fue siempre relativo y a veces puramente nominal – como dijo El Roto: "hay gente con mucha moral, la tienen doble".

Está claro que en la actualidad dichos ideales, que dependían de relatos ya obsoletos, difícilmente se sostienen. Resulta pues imposible pedir a nadie ningún tipo de renuncia apelando a ellos. Hoy día, todo aquél que trata de situarse en o hablar desde algún lugar de autoridad (padres, médico, psicólogo, trabajador social, educadores) se enfrenta a todo un sistema, a un nuevo funcionamiento social, con el que es muy difícil, en realidad imposible, competir.

¿Por qué? Porque todo ese funcionamiento ya no se basa en la represión, sino en lo que Foucault llamó biopolítica, que consiste en buscar efectos de conformidad en los individuos produciendo un nuevo tipo de subjetividad, subjetividad en la que, por otra parte, el cuerpo ocupa un lugar central. Desde el psicoanálisis, podríamos añadir que se trata ahora, no de reprimir, sino de usar las formas de satisfacción del sujeto, influir en ellas, encaminarlas. Así, del mismo modo que se ha hablado de "capitalismo cognitivo", refiriéndose al hecho de que lo que se produce fundamentalmente es pensamiento, el cual se convierte ya en la principal mercancía, nosotros podríamos decir que se trata más bien de un "capitalismo pulsional". Esto en la medida en que se trata de enganchar a los individuos a dispositivos que se conectan directamente con sus formas de gozar, a través de lo que estas tienen de colectivizable, influenciable, aunque sea a un nivel forzosamente superficial y degradado– y esto mediante la tecnología de la red o la del espectáculo. El ciudadano modelo de este sistema es cierto tipo de "adicto light", preocupado constantemente por maximizar su goce en una competencia generalizada por una mayor satisfacción.

Este tipo de funcionamiento se basa en gran medida en producir ofertas atractivas, por lo común de satisfacciones inmediatas. También hay otras diferidas, pero siempre con la promesa de maximizar la satisfacción y minimizar las pérdidas, los sacrificios. De este modo se genera una conformidad que en el fondo es mucho más eficaz que la resultante de un sistema represivo – éste tarde o temprano suscita la rebelión. En efecto, el sistema actual es experto en formular las ofertas necesarias para orientar el deseo de los individuos, para atrapar dicho deseo proponiéndole objetos y funcionamientos inmediatos.  Así queda fuera de juego cualquier discurso que proponga una renuncia de la clase que sea.

Hablemos ahora de algo que ha tenido un lugar importante en las formas tradicionales de autoridad: el saber. El saber, algo en cuyo nombre se había ejercido por mucho tiempo la autoridad, es ahora inmediatamente accesible, al alcance de todos – Google. El maestro, el médico, el psicólogo, quedan rápidamente confrontados a saberes que circulan por una red mundial virtualmente infinita. Si el profesional en cuestión no verifica un diagnóstico, si no proporciona la respuesta esperada (TDA, Autismo, Bipolaridad), queda fuera de juego: enseguida se puede buscar un sustituto que satisfaga las expectativas previas, en un amplio mercado de saberes prêt-à-porter. Todo ello con referencias abundantes a un discurso de la ciencia (nada que ver con la ciencia de verdad) que cada uno puede usar para dar forma conveniente a sus expectativas y prejuicios. Se podría formular un teorema: pienses lo que pienses, siempre puedes encontrar una versión "científica" (falsamente científica) de lo que piensas.

Ante esto, no tiene ningún sentido esperar una vuelta nostálgica a formas de la autoridad anteriores. Tampoco podemos idealizarlas, porque en su día nosotros mismos denunciábamos los síntomas que generaban, en lo social y en cada uno, caso por caso. Ni se trata de competir con el discurso corriente, de entrar en el mismo juego de seducción, formulando ofertas más atractivas dentro de la misma lógica del mercado.

Al contrario, tenemos que asumir plenamente esta nueva lógica, para darle la vuelta: no hay ninguna autoridad preestablecida, entonces habrá que producirla en cada caso. Todo saber que quiera dar respuestas estándar, válidas para todos, en nombre de cualquier saber establecido, es un engaño. Por ejemplo, la pasión por los diagnósticos y las clasificaciones oculta que en realidad dicen muy poco, predicen muy poco, son cúmulos de suposiciones, etiquetas, pero aportan un muy escaso saber efectivo.

Fundar una nueva forma de autoridad implica entonces una tarea de denuncia en dos frentes: 1) por un lado, mostrar el carácter sucedáneo de las satisfacciones que promete el discurso de la maximización del goce, mostrar también los síntomas – adicciones, depresión, etc. – con los que este tipo de funcionamiento está relacionado, las exigencias brutales que se esconden bajo sus fórmulas publicitarias; 2) por otro lado, mostrar la vacuidad de las formas de saber prefabricado, de las fórmulas para todo uso que ofrece y que no dicen nada esencial, denunciar las categorías clasificatorias y de evaluación constante con las que se simplifica la vida y se mata lo singular, lo inclasificable de cada uno.

Se tratará pues de aceptar el reto de fundamentar en cada momento, en cada situación, en cada caso, ante cada problema, una autoridad profundamente democrática, que sólo puede resultar de la conversación, del encuentro. Esta autoridad no se atribuye a priori un saber, sino que apuesta por un saber a construir en un debate que empieza por la constatación compartida de lo más real. Y lo más real es precisamente que no hay garantía, que el saber es siempre tentativo, no lo dice todo. Que el que verdaderamente importa está siempre por inventar.

Sin duda, también, ejercer cierta autoridad presupone situar alguna forma de ideal. En primer lugar, debemos preguntarnos qué tipo de ideales serían sostenible en el momento actual. Se trataría de pensar en un ideal que no se presente como un todo, como sin falla. Por otra parte, el que debe hacerse cargo de una posición de autoridad nunca debe confundirse con ese ideal que él sostiene y promueve. Jamás debe ponerse como ejemplo.

Al contrario, de lo que se trata es de testimoniar de que los ideales no se dan por supuestos, sino que constituyen una necesidad ética, implican por lo tanto una lucha, colectiva y de cada uno. No se trata de ocultar la dificultad que supone para cada cual acercarse a ellos. Este tipo de autoridad tiene que hablar en nombre propio, desde la singularidad, pero no desde el narcisismo, dejando ver su propia parte en aquello que en verdad nos es común a todos: la gran diversidad de modos de la falta que constituyen el patrimonio de la humanidad.

Quizás la única forma posible de sostener hoy día una autoridad es trasmitir un deseo.

Referencias:

Sigmund Freud, "El malestar en la cultura", Obras completas, Biblioteca Nueva.
Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica, Fondo de Cultura Económica.
Jacques-Alain Miller, "Una fantasía" (conferencia en Comandatuba) http://goo.gl/ZZRO15